La Gallina y la Sandía Riente

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En un cálido día de verano, Matheo, el pequeño granjero, salió a jugar al campo. En su patio, había una gallina llamada Clara que siempre estaba muy contenta. Un día, mientras Matheo reía y corría, encontró una enorme sandía brillando bajo el sol.

La sandía era tan grande que parecía un balón. Matheo decidió que sería divertido patearla por el jardín como si fuera un juego. Clara, curiosa, lo siguió con sus patitas, moviendo alegremente su pluma. "¡Pateémosla juntos!", dijo Matheo con entusiasmo.

Matheo y Clara empezaron a correr por el jardín, pateando la sandía de un lado a otro. La sandía rodaba rápido, y los dos amigos se reían a carcajadas mientras trataban de alcanzarla. Clara, con su cresta roja brillando al sol, saltaba feliz detrás de la sandía, disfrutando de cada momento de su divertida carrera.

De repente, la sandía hizo un giro inesperado y se fue rodando hacia el bosque. Matheo miró a Clara con ojos emocionados. "¡Vamos a seguirla!", gritó. Sin pensarlo dos veces, los dos corrieron hacia el bosque, donde los árboles susurraban y la aventura apenas comenzaba.

Al entrar en el bosque, Matheo y Clara vieron árboles altos que parecían tocar el cielo. Algunos de ellos estaban cubiertos de brillantes hojas doradas que brillaban como estrellas. "¿Dónde estará el árbol mágico?", se preguntó Matheo, mirando a su alrededor con curiosidad. Clara, con su aguda vista de gallina, avistó algo peculiar. "¡Mira, Matheo! ¡Allí hay un árbol que brilla más que los demás!", cacareó emocionada, señalando con su ala.

Matheo sonrió y empezó a correr hacia el árbol brillante. A medida que se acercaban, notaron que el árbol tenía un tronco muy ancho y raíces que se enredaban como serpientes. Sus hojas eran de muchos colores, y en sus ramas colgaban frutas que nunca habían visto antes. "¡Podría ser el árbol mágico!", pensó Matheo, sintiendo que un hechizo de alegría llenaba el aire, pero antes de que pudieran tocarlo, un suave viento empezó a soplar y las hojas comenzaron a bailar.

Matheo y Clara se miraron emocionados. "¡Vamos a buscar más frutas mágicas!" decidió Matheo. Con cada paso, el bosque se llenaba de sonidos alegres y luces brillantes. Clara saltó de felicidad mientras exploraban entre los arbustos, y de repente, encontraron una mesa llena de frutas de colores: rojas, azules, amarillas y verdes que brillaban como luceros. "¡Mira, Matheo! ¡Son frutas mágicas!", cacareó Clara, picoteando una fruta roja que colgaba del árbol.

Matheo tomó una fruta azul y, al dar un mordisco, se sintió lleno de energía. "¡Es deliciosa! ¡Siento que puedo correr más rápido que el viento!", gritó. Clara también probó una fruta amarilla y, al instante, sus plumas comenzaron a brillar con colores vibrantes. Rieron y danzaron alrededor del árbol, disfrutando de la magia que les rodeaba.

Finalmente, decidieron llevar algunas frutas mágicas de vuelta a casa para compartirlas con sus amigos. Salieron del bosque, riendo y saltando, y cuando llegaron a su jardín, Matheo y Clara invitaron a todos a una gran fiesta de frutas. Todos comieron, rieron y se divirtieron juntos, celebrando su gran aventura en el bosque. Y así, Matheo y Clara aprendieron que compartir la magia es aún más especial que tenerla solo para uno.