Había una vez una playa de arenas brillantes donde los cangrejos bailaban y las olas cantaban. En esa playa, una niña llamada Louise construía castillos de arena, más altos que un pastel de cumpleaños.
Un día, mientras jugaba cerca del agua azul, Louise vio a un pez muy triste. El pez se llamaba Mario y estaba cansado de siempre nadar en círculos. Quería aventuras, quería descubrir, quería, sobre todo, jugar.
—¿Quieres ser mi amigo y jugar conmigo en la orilla?— preguntó Louise con una sonrisa. Mario saltó de alegría y juntos empezaron a hacer piruetas y saltos en la orilla, dejando a las olas aplaudiendo su nueva amistad.
Mientras jugaban, un ruido sorprendió a todos en la playa. ¡Era el rugido de un dinosaurio! Pero no era un dinosaurio cualquiera, era Linda, una dinosaurio muy amigable que había viajado en el tiempo. Linda solo quería amigos con quienes correr y jugar bajo el sol.
Louise, Mario y Linda se miraron y sin decir una palabra, empezaron a correr por la playa, a nadar en el mar y a jugar entre las dunas. Corriendo libres como el viento, nadando como delfines y riendo bajo el sol, descubrieron la felicidad del movimiento.
El sol empezaba a pintar el cielo de naranja y rosa cuando decidieron hacer una última carrera. Corrieron juntos, el viento acariciando sus rostros, hasta que, exhaustos pero muy felices, se tumbaron en la arena para mirar las estrellas.
A partir de ese día, Louise, Mario y Linda se encontraban siempre para jugar. Louise construyó una piscina para que Mario pudiera nadar largas distancias y Linda descubrió que podía hacer piruetas en la arena tan bien como los cangrejos.
Se dieron cuenta de que jugando y haciendo ejercicio se sentían llenos de energía y la tristeza de Mario desapareció como por arte de magia. Louise entendió que un cuerpo activo es un cuerpo feliz, y que la amistad es el mejor de los ejercicios.